Cada vez más personas se vienen a vivir a las ciudades, y cada vez nos planteamos más la influencia de los edificios en nuestros estados de ánimo, en una era de «neuro-arquitectura«, estamos ante la arquitectura sentimental.

«Damos forma a nuestros edificios y después nuestros edificios nos dan forma a nosotros«, reflexionó Churchill en 1943 mientras consideraba la reparación de la Cámara de los Comunes devastada por una bomba.

77 años más tarde, al presidente británico le agradaría saber que los neurocientíficos y los psicólogos, han encontrado muchas pruebas que respaldan todo lo que él pensaba a mediados del siglo pasado.

Ahora sabemos, por ejemplo, que los edificios y las ciudades pueden afectar a nuestro estado de ánimo y bienestar, y que las células especializadas de la región del hipocampo de nuestro cerebro están en sintonía con la geometría y la disposición de los espacios que habitamos.

Sin embargo, los arquitectos urbanos a menudo han prestado poca atención a los posibles efectos cognitivos de sus creaciones sobre los habitantes de una ciudad. El imperativo de diseñar algo único e individual, tiende a anular las consideraciones sobre cómo podría moldear los comportamientos de aquellos que vivirán alrededor.

Eso podría cambiar.

En una Conferencia en Londres se valoró cómo los científicos cognitivos podrían hacer sus descubrimientos más accesibles a los arquitectos. La conferencia reunió a arquitectos, diseñadores, ingenieros, neurocientíficos y psicólogos, todos los cuales se cruzan cada vez más a nivel académico, pero aún así raramente en la práctica.

Una de las oradoras de la conferencia, Alison Brooks, arquitecta especializada en vivienda y diseño social, dijo que los conocimientos basados en la psicología podrían cambiar la forma en que se construyen las ciudades. «Si la ciencia pudiera ayudar a la profesión del diseño a justificar el valor del buen diseño y la artesanía, sería una herramienta muy poderosa y muy posiblemente transformaría la calidad del entorno construido«.

Una mayor interacción entre las disciplinas reduciría, por ejemplo, las posibilidades de que se repitan historias de horror arquitectónico como la del complejo de viviendas Pruitt-Igoe de la década de 1950 en St. Louis, Missouri, cuyos 33 bloques de apartamentos sin características -diseñados por Minoru Yamasaki, también responsable del World Trade Center- se hicieron rápidamente famosos por su delincuencia, miseria y disfunción social. Los críticos argumentaron que los amplios espacios abiertos entre los bloques de los rascacielos modernistas desalentaban el sentido de comunidad, particularmente cuando los índices de criminalidad comenzaron a aumentar. Finalmente fueron demolidos en 1972.

El Pruitt-Igoe no era un caso aislado. La falta de comprensión del comportamiento que había detrás de los proyectos de vivienda modernistas de esa época, con su sensación de aislamiento de la comunidad en general y de espacios públicos mal concebidos, hizo que muchos de ellos se sintieran, en palabras de la artista británica Tinie Tempah, que creció en uno de ellos, como si hubieran sido «diseñados para que no tuvieras éxito».

Hoy en día, gracias a los estudios psicológicos, tenemos una idea mucho mejor del tipo de entornos urbanos que a la gente le gustan o le resultan estimulantes. Algunos de estos estudios han intentado medir las respuestas fisiológicas de los sujetos in situ, utilizando dispositivos que se pueden llevar puestos, como pulseras que controlan la conductancia de la piel, aplicaciones para teléfonos inteligentes que preguntan a los sujetos sobre su estado emocional, y auriculares de electroencefalograma (EEG) que miden la actividad cerebral relacionada con los estados mentales y el estado de ánimo.

«Esto añade una capa de información que de otra manera es difícil de obtener», dijo Colin Ellard, quien investiga el impacto psicológico del diseño en la Universidad de Waterloo en Canadá.

Cuando preguntamos a la gente sobre su estrés, nos dicen que no es gran cosa, pero cuando medimos su fisiología descubrimos que sus respuestas se salen de la norma». La dificultad es que su estado fisiológico es el que impacta en su salud». Una mirada más atenta a estos estados fisiológicos podría arrojar luz sobre cómo el diseño de ciudades afecta a nuestros cuerpos.

Uno de los hallazgos más importantes de Ellard es que las personas se ven fuertemente afectadas por las fachadas de los edificios. Si la fachada es compleja e interesante, afecta a la gente de forma positiva; de forma negativa si es simple y monótona. Por ejemplo, cuando un grupo de sujetos caminó por la larga fachada de cristal de una tienda en el Bajo Manhattan, sus estados de excitación y de ánimo se desplomaron, según las lecturas de la pulsera y las encuestas de emoción que se hicieron en ese momento. También aceleraron su ritmo dando a entender que querían escapar de esa zona. Se aceleraron considerablemente cuando llegaron a un tramo de restaurantes y tiendas, donde (no es sorprendente) informaron sentirse mucho más animados y positivos.

El escritor y especialista urbano Charles Montgomery, que colaboró con Ellard en su estudio de Manhattan, ha dicho que esto apunta a «un desastre emergente en la psicología de la calle«. En su libro Happy City, advierte: «A medida que los minoristas suburbanos comienzan a colonizar las ciudades centrales, cuadra tras cuadra de edificios y tiendas a escala de mamá y papá están siendo reemplazados por espacios vacíos y fríos que efectivamente blanquean los bordes de las calles de la convivialidad«.

Otro hallazgo frecuentemente replicado es que tener acceso a espacios verdes como un bosque o un parque puede compensar parte del estrés de la vida en una ciudad.

Vancouver, que según las encuestas es una de las ciudades más agradecidas para vivir, ha hecho de esto una virtud, con sus políticas de construcción en el centro de la ciudad orientadas a asegurar que los residentes tengan una vista decente de las montañas, el bosque y el océano. Además de ser reconstituyentes, los espacios verdes parecen mejorar la salud. Un estudio de la población de Inglaterra en 2008, encontró que los efectos en la salud de la desigualdad, que tiende a aumentar el riesgo de enfermedades circulatorias entre las personas que se encuentran más abajo en la escala socioeconómica, son mucho menos pronunciados en las zonas verdes.

¿Cómo es eso? Una teoría nos lleva a pensar que la complejidad visual de los ambientes naturales actúa como una especie de bálsamo mental. Esto encajaría con los hallazgos de Ellard en el centro de Manhattan, y también con un experimento de realidad virtual en Islandia en 2013 en el que los participantes vieron varias escenas de calles residenciales y encontraron que las que tenían la mayor variación arquitectónica eran las más atractivas mentalmente. Otro estudio de RV, publicado posteriormente, concluyó que la mayoría de las personas se sienten mejor en habitaciones con bordes curvos y contornos redondeados que en habitaciones rectangulares de bordes afilados.

La importancia del diseño urbano va mucho más allá de la estética del bienestar. Varios estudios han demostrado que crecer en una ciudad duplica las posibilidades de que alguien desarrolle esquizofrenia y aumenta el riesgo de padecer otros trastornos mentales como la depresión y la ansiedad crónica.

Las autoridades urbanas reconocen que el aislamiento social es un factor de riesgo importante para muchas enfermedades. ¿Es posible diseñar en contra de este aislamiento, construir de forma que se fomente la conexión social?

Uno de los primeros en intentarlo fue el sociólogo William Whyte, quien aconsejó a los diseñadores y arquitectos urbanos, que dispusieran los objetos y mobiliario urbano en los espacios públicos de manera que las personas estuvieran físicamente más cerca unas de otras, y que fuera más probable que hablaran entre ellas, un proceso que él denominó «triangulación».

El enriquecimiento de los espacios públicos no desterrará la soledad de las ciudades, pero podría ayudar haciendo que los residentes se sientan más comprometidos y cómodos con su entorno. «Vivir entre millones de extraños es una situación muy poco natural para un ser humano», dice Ellard. «Uno de los trabajos de una ciudad es acomodar ese problema. ¿Cómo se construye una sociedad en la que la gente se trata amablemente en ese tipo de entorno? Es más probable que eso ocurra cuando la gente se siente bien. Si te sientes positivo es más probable que hables con un extraño».

Una cosa que fomenta que la gente se sienta negativa al vivir en una ciudad, es la constante sensación de estar perdida o desorientada. Algunas ciudades son más fáciles de recorrer que otras, el patrón de calles en forma de cuadrícula de Nueva York lo hace relativamente sencillo, mientras que Londres, con su batiburrillo de barrios todos orientados de manera diferente, es mucho más confuso.

Estamos llegando a un punto en el que arquitectos, neurocientíficos y psicólogos parecen estar de acuerdo: el diseño exitoso no se trata tanto de cómo nuestros edificios pueden moldearnos, como lo hizo Churchill, sino de hacer que la gente sienta que tiene algún control sobre su entorno. O, como dijo Jeffery en Ciudades Conscientes, que somos «criaturas del lugar en el que estamos», en definitiva tenemos que considerar en nuestras obras la ARQUITECTURA SENTIMENTAL.

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